James Joyce decía en su Ulises que hemos venido a aprehender los signos de las cosas.Terremotos, maremotos, guerra, horror, dolor y muerte nos interrogan ¿tiene esto algún sentido? ¿no son suficientes razones para negar a Dios? El que alega esta causa tiene la imagen de un Dios bueno, enemigo del mal. ¿No es éste el Dios de Jesús? Es una paradójica esperanza que, en estos tiempos de descreimiento, la imagen que Jesús dio de Dios sea en la que crean la mayoría de los agnósticos y ateos. Esto es una bendición, ya que los creyentes, agnósticos y ateos que creen en el Dios cristiano son hombres que buscan, aunque sea a ciegas, el camino que a Él lleva y libera, porque hay otros que adoran a Baal y a los becerros de oro que hacen esclavo al Hombre y lo sacrifica en sus altares. En realidad, cuando no creemos en Dios, creemos en un ídolo; y esto vale para los que creen creer en Dios y para los que creen no creer en Él.
Para los cristianos, Jesús es Dios hecho Hombre. Como nosotros, compartió el sufrimiento, el mal y la muerte. Y ésta fue trágica: solo, abandonado por sus discípulos, desacreditado, vencido, torturado. Con la única compañía de algunas mujeres y del discípulo amado, su madre lloraba a un hijo que ante sus ojos moría en una cruz.
Pero los cristianos no creemos que Jesús acabó fracasando ante la muerte. Porque sabemos que Él nos enseñó que Dios está con el que sufre, que con cada hombre que acompaña al sufriente es Dios mismo el que se acerca. Porque sabemos que el Mal no tiene la última palabra y que el perdón nos redime. Y porque sabemos que la muerte no es el final, que la resurrección nos espera hoy siguiendo a Jesús y más allá de nuestra vida terrenal cuando miremos cara a cara al propio Dios
El genial Mingote lo explicaba de manera certera, válida para creyentes y no creyentes. En su viñeta, con el fondo de una paisaje de escombros, un soldado rescataba en brazos a una mujer y se leía:”Menos mal que él también es naturaleza”.
Vuelvo a acudir a mi admirado Óscar Wilde y a su De Profundis escrito en su trágica estancia en la cárcel de Reading:
“Aunque a veces me regocijara en la idea de que mis sufrimientos fueran interminables, no podía soportar que no tuvieran sentido. Ahora encuentro… que no hay nada en el mundo que no tenga sentido, y el sufrimiento menos que nada…
El secreto de la vida es el sufrimiento…Cuando empezamos a vivir, lo dulce es tan dulce para nosotros, y lo amargo tan amargo, que inevitablemente dirigimos todos nuestros deseos al placer…ignorantes de que mientras tanto podemos realmente estar matando de hambre el alma.
Recuerdo haber hablado una vez sobre este tema con una de las personalidades más hermosas de cuantas he conocido: una mujer… una persona para quien la Belleza y el Dolor caminan de la mano y tienen el mismo mensaje…recuerdo haberle dicho que en una sola callejuela de Londres había un sufrimiento bastante para demostrar que Dios no amaba al hombre… Estaba totalmente equivocado. Ella me lo dijo, pero yo no lo podía creer. No estaba en la esfera en donde se alcanza la convicción. Ahora me parece que el Amor de alguna clase es la única explicación posible de la extraordinaria cantidad de sufrimiento que hay en el mundo…
Cristo realizó en toda la esfera de las relaciones humanas esa simpatía imaginativa que en la esfera del Arte es el único secreto de la creación. Él comprendió la lepra del leproso, la tiniebla del ciego, la fiera miseria de los que viven para el placer, la extraña pobreza de los ricos… te habría enseñado que le que le ocurra a otro te ocurre a ti…
Es el alma del hombre lo que Cristo anda buscando siempre. La llama el Reino de Dios y la encuentra en toda persona…”
Sí, es cierto, el sufrimiento, el mal y la muerte deben sernos una revelación y no una estéril pregunta sin fruto; contemplar a Cristo en el otro es la manera de enfrentarse a su sentido. Y aunque la duda nos haga andar con pies de plomo, cada vez, aunque solo sea una, que esta revelación nos alcance, sabremos que sí, que realmente vivimos y sabemos dónde vamos y a Quién vamos. Es ese el afán de cada día.
A cada día su afán, Óscar Wilde y la casualidad (III)
Estaba la semana pasada preocupado por esas cuentas que no salen. Por las expectativas de ingresos y gastos para este año que mucha imaginación y trabajo tendré que echarle para poder cuadrar. Uno de esos momentos en que miramos con nuestra imaginación el futuro inabarcable con desconfianza y desasosiego. Cuando nos sentimos vulnerables y no sabemos andar sobre el mar, y el miedo nos hace hijos del agobio.
Y, ¡oh casualidad?, el domingo escuché uno de mis textos más queridos, esas hermosas palabras que Mateo pone en boca de Cristo: “No os inquietéis por vuestra vida, pensando qué váis a comer, ni por vuestro cuerpo, pensando con qué se van a vestir… Mirad los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valéis más que ellos? ¿Quién de vosotros, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? ¿Y por qué os inquietáis por el vestido? Mirad los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo os aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe! No os inquietéis entonces, diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?… El Padre que está en el cielo sabe bien que que lo necesitáis. Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. No os inquietéis por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su agobio.”
Oscar Wilde lo comenta como nadie en “De Profundis”: “Cristo fue la primera persona que dijo a los hombre que debían vivir como las flores. Él fijó la frase... Dijo que no había que tomar demasiado en serio los intereses materiales, comunes; que ser impráctico es una gran cosa. Los pájaros no lo hacen ¿por qué ha de hacerlo el hombre?. Cristo trató el éxito mundano como cosa absolutamente despreciable… Miraba las riquezas como un estorbo para el hombre… Señalaba que las formas y las ceremonias se habían hecho para el hombre, no el hombre para las formas y ceremonias… Las filantropías frías, las caridades públicas ostentosas, los pesados formalismos… los denunció con desdén total e implacable… El predicó la enorme importancia de vivir completamente para el momento. Lo único que Cristo nos dice a modo de pequeña advertencia es que todo momento debe ser hermoso, que el alma debe estar siempre dispuesta para la venida del Novio, siempre esperando la voz del Amante…” ¿Qué puedo añadir a esto?. Quizá sólo recordar que entonces Wilde había perdido su fama, sus riquezas, su amante, su mujer, sus hijos, su salud, vivía prisionero en la cárcel de Reading y sólo le quedaba la “absoluta humildad”.
Hoy sigo agobiado con el mañana, sigo temiendo los caminos que se bifurcan; y es que el mismo Wilde lo advertía: “Cuando digo que estoy convencido de estas cosas hablo con demasiado orgullo… Se puede captar una cosa en un momento único, pero se la pierde en las largas horas que le siguen con pies de plomo… Es en la Eternidad donde pensamos, pero nos movemos despacio en el Tiempo.” Así que pienso en Aquel que no tenía ni dónde reclinar su cabeza y en el poeta doliente en la cárcel de Reading y me digo, sí, hoy, sólo hoy, me ocuparé de los afanes de este día.
Y, ¡oh casualidad?, el domingo escuché uno de mis textos más queridos, esas hermosas palabras que Mateo pone en boca de Cristo: “No os inquietéis por vuestra vida, pensando qué váis a comer, ni por vuestro cuerpo, pensando con qué se van a vestir… Mirad los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valéis más que ellos? ¿Quién de vosotros, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? ¿Y por qué os inquietáis por el vestido? Mirad los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo os aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe! No os inquietéis entonces, diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?… El Padre que está en el cielo sabe bien que que lo necesitáis. Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. No os inquietéis por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su agobio.”
Oscar Wilde lo comenta como nadie en “De Profundis”: “Cristo fue la primera persona que dijo a los hombre que debían vivir como las flores. Él fijó la frase... Dijo que no había que tomar demasiado en serio los intereses materiales, comunes; que ser impráctico es una gran cosa. Los pájaros no lo hacen ¿por qué ha de hacerlo el hombre?. Cristo trató el éxito mundano como cosa absolutamente despreciable… Miraba las riquezas como un estorbo para el hombre… Señalaba que las formas y las ceremonias se habían hecho para el hombre, no el hombre para las formas y ceremonias… Las filantropías frías, las caridades públicas ostentosas, los pesados formalismos… los denunció con desdén total e implacable… El predicó la enorme importancia de vivir completamente para el momento. Lo único que Cristo nos dice a modo de pequeña advertencia es que todo momento debe ser hermoso, que el alma debe estar siempre dispuesta para la venida del Novio, siempre esperando la voz del Amante…” ¿Qué puedo añadir a esto?. Quizá sólo recordar que entonces Wilde había perdido su fama, sus riquezas, su amante, su mujer, sus hijos, su salud, vivía prisionero en la cárcel de Reading y sólo le quedaba la “absoluta humildad”.
Hoy sigo agobiado con el mañana, sigo temiendo los caminos que se bifurcan; y es que el mismo Wilde lo advertía: “Cuando digo que estoy convencido de estas cosas hablo con demasiado orgullo… Se puede captar una cosa en un momento único, pero se la pierde en las largas horas que le siguen con pies de plomo… Es en la Eternidad donde pensamos, pero nos movemos despacio en el Tiempo.” Así que pienso en Aquel que no tenía ni dónde reclinar su cabeza y en el poeta doliente en la cárcel de Reading y me digo, sí, hoy, sólo hoy, me ocuparé de los afanes de este día.
Sacar un ojo, cortar una mano; la casualidad (II) y el entusiasmo
Escribí sobre la casualidad el otro día, a propósito del diseño de una caja de pasteles para el convento de Santa María de Jesús, y, casualmente, a los pocos días, me llamó mi amigo Miguel Ángel López, el arquitecto que altruistamente dirige la rehabilitación del convento de Madre de Dios. Me invitaba a una reunión en la que se iba a estudiar la posibilidad de crear una fundación para ayudar a las monjas y quería, también, que colaborase en el diseño de una guía del convento.
Así que este domingo caminaba hacia allí. Venía de participar en la Eucaristía y, mientras andaba, meditaba sobre el Evangelio del día (Mateo 5, 17-37). Habla sobre la radicalidad del seguimiento de Cristo; con metáforas extremas que usan como imágenes las penas que una despiadada ley aplica cuando se incumple, expone como debe ser nuestra actitud y como se debe pasar de una norma ajena que imponen otros a una propia ejecutada por uno mismo (…, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; … Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; …), para alcanzar la plenitud. Parecida actitud a la del artista, a la del médico, a la del alpinista que viven con entusiamo su vocación. Pues bien, iba a tener la suerte de contemplar el rostro de alguien que se había tomado estas palabras en serio.
Ya en el convento, en una sala aledaña a la iglesia, un buen grupo de personas hablamos sobre problemas, sobre como solucionarlos, sobre crear una fundación, estábamos contentos de oírnos, y, mientras tanto, la abadesa, siempre callada, nos escuchaba con una humilde y plácida sonrisa. Era la primera vez que la veía. Así que, al acabar la reunión, me presenté. Conversamos sobre el Arte y sobre Dios; afirmaba como esos artistas que habían labrado el extraordinario templo donde nos encontrábamos participaron de esa luz intensa que nos ilumina en nuestro corazón. Y que reconocemos que no es nuestra, que es de Otro, le indiqué. De lo que ella dedujo, sabiamente, que por eso, los que la abandonaban no caían en la cuenta de que habían renunciado a algo. Su rostro era más radiante que el de una mujer enamorada, sólo contemplarla contagiaba la alegría. De repente, con arrobo, acercando el Evangelio que tenía en sus manos a los labios, lo beso tiernamente mientras sentenciaba: cada vez que lo leo caigo en la cuenta de cuanto me queda por comprender.
De la misma manera que una pareja que se ama sabe que solo la eternidad es tiempo suficiente para encontrarse, ella sabía que solo la eternidad es suficiente para conocer a su esposo, Cristo. Sin duda, nunca había visto a nadie con esa alegría, con esa humilde placidez, con ese entusiamo. Ella, seguro, ya vive el Reino de Dios.
Así que este domingo caminaba hacia allí. Venía de participar en la Eucaristía y, mientras andaba, meditaba sobre el Evangelio del día (Mateo 5, 17-37). Habla sobre la radicalidad del seguimiento de Cristo; con metáforas extremas que usan como imágenes las penas que una despiadada ley aplica cuando se incumple, expone como debe ser nuestra actitud y como se debe pasar de una norma ajena que imponen otros a una propia ejecutada por uno mismo (…, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; … Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; …), para alcanzar la plenitud. Parecida actitud a la del artista, a la del médico, a la del alpinista que viven con entusiamo su vocación. Pues bien, iba a tener la suerte de contemplar el rostro de alguien que se había tomado estas palabras en serio.
Ya en el convento, en una sala aledaña a la iglesia, un buen grupo de personas hablamos sobre problemas, sobre como solucionarlos, sobre crear una fundación, estábamos contentos de oírnos, y, mientras tanto, la abadesa, siempre callada, nos escuchaba con una humilde y plácida sonrisa. Era la primera vez que la veía. Así que, al acabar la reunión, me presenté. Conversamos sobre el Arte y sobre Dios; afirmaba como esos artistas que habían labrado el extraordinario templo donde nos encontrábamos participaron de esa luz intensa que nos ilumina en nuestro corazón. Y que reconocemos que no es nuestra, que es de Otro, le indiqué. De lo que ella dedujo, sabiamente, que por eso, los que la abandonaban no caían en la cuenta de que habían renunciado a algo. Su rostro era más radiante que el de una mujer enamorada, sólo contemplarla contagiaba la alegría. De repente, con arrobo, acercando el Evangelio que tenía en sus manos a los labios, lo beso tiernamente mientras sentenciaba: cada vez que lo leo caigo en la cuenta de cuanto me queda por comprender.
De la misma manera que una pareja que se ama sabe que solo la eternidad es tiempo suficiente para encontrarse, ella sabía que solo la eternidad es suficiente para conocer a su esposo, Cristo. Sin duda, nunca había visto a nadie con esa alegría, con esa humilde placidez, con ese entusiamo. Ella, seguro, ya vive el Reino de Dios.
El tiempo de las bendiciones
El cristianismo vive durante 40 días la cuaresma, el tiempo de las bendiciones, el tiempo del perdón que culmina con Cristo en la cruz y con Cristo resucitado. En el camino que propone la cuaresma, ayer domingo, cientos de millones de personas reflexionaron sobre las tentaciones de Cristo (Mt 4, 1-11). Entre estas, aviso para despistados, no aparece ninguna Magdalena desfigurada de un superficial vendedor de best-sellers. No, Mateo nos sorprende con la profundidad con la que la comunidad cristiana, 50 años después de la muerte de Cristo, había reflexionado sobre Él, sobre el Mal, sobre las tentaciones que viviría la Iglesia y sobre cómo la juzgaría el Mundo.
Mateo nos presenta la escena con Cristo en el desierto, hambriento tras 40 días de ayuno. El diablo se acerca a Él y le tienta en tres ocasiones. Básicamente, ¿cuáles son?: la primera es por qué no nos da a todos el alimento necesario para liberarnos del hambre; la segunda, por qué no nos demuestra la existencia de Dios y nos libra de la incertidumbre; la tercera, por qué no domina el mundo e impera sobre él. Muchos se preguntarán cómo Mateo puede considerar que estas sean tentaciones, ¿no es justo dar alimento a todos, probar la existencia de Dios, emplearse del poder para alcanzar un mundo justo? Pues sí, las son y a todas Cristo respondió un claro no. El Mal, cuando quiere embaucar al que busca el bien, siempre se presenta bajo la apariencia de lo mejor, de lo moral, de lo correcto, de lo real y constatable en donde Dios nos parece ilusorio e innecesario; sólo aparece bajo su realidad sucia y burda al que ya es esclavo de su poder.
Repasémoslas. Como decíamos, Cristo está hambriento en el desierto, en el lugar donde todo lo necesitamos, y se acerca el diablo y le dice “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” y le responde: «está escrito: El hombre no vive solamente de pan,sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Puedo imaginarme una sociedad perfecta, donde se nos procure pan, salud y trabajo para todos, todo lo necesario y lo útil. Pued0 imaginármela fría como el hielo. La propuesta de Cristo es diferente. El no niega el pan necesario, en la multiplicación de los panes veremos como da de comer a la multitud. Los momentos son diferentes, el primero, un sucedáneo de pan olvidados de Dios, el segundo, hombres que buscan a Dios, que oran a Él y que comparten fraternalmente. Es más, Cristo nos regalará otro pan, si en la tentación eran piedras convertidas en panes, en el segundo será pan convertido en Él mismo, en el propio Cristo, el pan que alimenta para siempre de la Eucaristía. Y es en ella, donde encontaremos la fuerza para dar pan al que no lo tiene.
La segunda tentación cambia de escenario, en lo más alto del Templo de Jerusalén. Se nos presenta al diablo como un teólogo conocedor de las Escrituras: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra. Jesús le respondió: También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios». La tentación recuerda a la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro que cuenta Lucas en la que aquel, ya muerto, pide a Abraham que alguno de los muertos se presenten a sus hermanos, también ricos, para que se arrepientan y Abraham le responde: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”. Cristo no nos ofreció una realidad más evidente que la que esta posee, no dio más prueba que su propia vida culminada en lo alto del templo del cruz, donde abandonado, fracasado y moribundo volvió a escuchar la misma tentación: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo”, pero de su boca sólo salieron palabras de perdón. Y cuando llegó su hora definitiva, “el sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde. El velo del Templo se rasgó por el medio. Jesús, con un grito, exclamó: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y diciendo esto, expiró”. Sí, la única prueba es seguirle encomendados al Padre y vivir la experiencia de su yugo suave, de su carga ligera, aunque el camino te lleve a la cruz.
En la tercera, en una montaña muy alta, el diablo “le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: Te daré todo esto, si te postras para adorarme. Jesús le respondió: Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto». Es la gran tentación, usar nuestro poder dominador para salvar al mundo, cuántas veces habremos caído en ésta, cuántas veces hemos puesto la fe al servicio del poder y como consecuencia la fe se ha retraído. Y sin embargo, Cristo nos propone el camino inverso, no afirmarnos en nuestro poder sino negarnos, no el dominio sino el el servicio, el poder débil del Dios que se puede falsear, que se puede apresar, que se puede matar, pues sólo tiene la fuerza del amor, la fuerza del perdón en el que el perdonado y el que perdona se reconocen como hijos de Dios y se encuentran.
Cuando los cristianos damos pan sin Dios, erramos, cuando predicamos un dios agradable al mundo y que niega al hombre, idolatramos, cuando usamos el poder dominador para traer el Reino de Dios, es más, cuando ofrecemos el cristianismo como medio para conseguir el paraíso material aquí en la tierra, engañamos. Cristo lo que nos trajo fue a Dios y con su muerte, el Reino de Dios es ya, aquí, ahora, el tiempo de las bendiciones ya está aquí: el reino del que confía y se libera del miedo, el reino de la esperanza contra toda esperanza que nos permite caminar alegres sin tregua, del amor que nos lleva al perdón.
Y así, aunque el Mundo nos derrotara, nos abandonara o nos matara como a Cristo en la Cruz, el Mundo no tendría la última palabra porque entonces Dios daría órdenes a sus ángeles, y ellos nos llevarían en sus manos para que no tropezáramos con ninguna piedra y alcanzáramos la nueva vida porque, en el fracaso de la cruz, Cristo ya triunfó y nos regaló, ya para siempre, la vida eterna y allí conocer a Dios.
Mateo nos presenta la escena con Cristo en el desierto, hambriento tras 40 días de ayuno. El diablo se acerca a Él y le tienta en tres ocasiones. Básicamente, ¿cuáles son?: la primera es por qué no nos da a todos el alimento necesario para liberarnos del hambre; la segunda, por qué no nos demuestra la existencia de Dios y nos libra de la incertidumbre; la tercera, por qué no domina el mundo e impera sobre él. Muchos se preguntarán cómo Mateo puede considerar que estas sean tentaciones, ¿no es justo dar alimento a todos, probar la existencia de Dios, emplearse del poder para alcanzar un mundo justo? Pues sí, las son y a todas Cristo respondió un claro no. El Mal, cuando quiere embaucar al que busca el bien, siempre se presenta bajo la apariencia de lo mejor, de lo moral, de lo correcto, de lo real y constatable en donde Dios nos parece ilusorio e innecesario; sólo aparece bajo su realidad sucia y burda al que ya es esclavo de su poder.
Repasémoslas. Como decíamos, Cristo está hambriento en el desierto, en el lugar donde todo lo necesitamos, y se acerca el diablo y le dice “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” y le responde: «está escrito: El hombre no vive solamente de pan,sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Puedo imaginarme una sociedad perfecta, donde se nos procure pan, salud y trabajo para todos, todo lo necesario y lo útil. Pued0 imaginármela fría como el hielo. La propuesta de Cristo es diferente. El no niega el pan necesario, en la multiplicación de los panes veremos como da de comer a la multitud. Los momentos son diferentes, el primero, un sucedáneo de pan olvidados de Dios, el segundo, hombres que buscan a Dios, que oran a Él y que comparten fraternalmente. Es más, Cristo nos regalará otro pan, si en la tentación eran piedras convertidas en panes, en el segundo será pan convertido en Él mismo, en el propio Cristo, el pan que alimenta para siempre de la Eucaristía. Y es en ella, donde encontaremos la fuerza para dar pan al que no lo tiene.
La segunda tentación cambia de escenario, en lo más alto del Templo de Jerusalén. Se nos presenta al diablo como un teólogo conocedor de las Escrituras: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra. Jesús le respondió: También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios». La tentación recuerda a la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro que cuenta Lucas en la que aquel, ya muerto, pide a Abraham que alguno de los muertos se presenten a sus hermanos, también ricos, para que se arrepientan y Abraham le responde: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”. Cristo no nos ofreció una realidad más evidente que la que esta posee, no dio más prueba que su propia vida culminada en lo alto del templo del cruz, donde abandonado, fracasado y moribundo volvió a escuchar la misma tentación: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo”, pero de su boca sólo salieron palabras de perdón. Y cuando llegó su hora definitiva, “el sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde. El velo del Templo se rasgó por el medio. Jesús, con un grito, exclamó: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y diciendo esto, expiró”. Sí, la única prueba es seguirle encomendados al Padre y vivir la experiencia de su yugo suave, de su carga ligera, aunque el camino te lleve a la cruz.
En la tercera, en una montaña muy alta, el diablo “le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: Te daré todo esto, si te postras para adorarme. Jesús le respondió: Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto». Es la gran tentación, usar nuestro poder dominador para salvar al mundo, cuántas veces habremos caído en ésta, cuántas veces hemos puesto la fe al servicio del poder y como consecuencia la fe se ha retraído. Y sin embargo, Cristo nos propone el camino inverso, no afirmarnos en nuestro poder sino negarnos, no el dominio sino el el servicio, el poder débil del Dios que se puede falsear, que se puede apresar, que se puede matar, pues sólo tiene la fuerza del amor, la fuerza del perdón en el que el perdonado y el que perdona se reconocen como hijos de Dios y se encuentran.
Cuando los cristianos damos pan sin Dios, erramos, cuando predicamos un dios agradable al mundo y que niega al hombre, idolatramos, cuando usamos el poder dominador para traer el Reino de Dios, es más, cuando ofrecemos el cristianismo como medio para conseguir el paraíso material aquí en la tierra, engañamos. Cristo lo que nos trajo fue a Dios y con su muerte, el Reino de Dios es ya, aquí, ahora, el tiempo de las bendiciones ya está aquí: el reino del que confía y se libera del miedo, el reino de la esperanza contra toda esperanza que nos permite caminar alegres sin tregua, del amor que nos lleva al perdón.
Y así, aunque el Mundo nos derrotara, nos abandonara o nos matara como a Cristo en la Cruz, el Mundo no tendría la última palabra porque entonces Dios daría órdenes a sus ángeles, y ellos nos llevarían en sus manos para que no tropezáramos con ninguna piedra y alcanzáramos la nueva vida porque, en el fracaso de la cruz, Cristo ya triunfó y nos regaló, ya para siempre, la vida eterna y allí conocer a Dios.
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