Escribí sobre la casualidad el otro día, a propósito del diseño de una caja de pasteles para el convento de Santa María de Jesús, y, casualmente, a los pocos días, me llamó mi amigo Miguel Ángel López, el arquitecto que altruistamente dirige la rehabilitación del convento de Madre de Dios. Me invitaba a una reunión en la que se iba a estudiar la posibilidad de crear una fundación para ayudar a las monjas y quería, también, que colaborase en el diseño de una guía del convento.
Así que este domingo caminaba hacia allí. Venía de participar en la Eucaristía y, mientras andaba, meditaba sobre el Evangelio del día (Mateo 5, 17-37). Habla sobre la radicalidad del seguimiento de Cristo; con metáforas extremas que usan como imágenes las penas que una despiadada ley aplica cuando se incumple, expone como debe ser nuestra actitud y como se debe pasar de una norma ajena que imponen otros a una propia ejecutada por uno mismo (…, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; … Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; …), para alcanzar la plenitud. Parecida actitud a la del artista, a la del médico, a la del alpinista que viven con entusiamo su vocación. Pues bien, iba a tener la suerte de contemplar el rostro de alguien que se había tomado estas palabras en serio.
Ya en el convento, en una sala aledaña a la iglesia, un buen grupo de personas hablamos sobre problemas, sobre como solucionarlos, sobre crear una fundación, estábamos contentos de oírnos, y, mientras tanto, la abadesa, siempre callada, nos escuchaba con una humilde y plácida sonrisa. Era la primera vez que la veía. Así que, al acabar la reunión, me presenté. Conversamos sobre el Arte y sobre Dios; afirmaba como esos artistas que habían labrado el extraordinario templo donde nos encontrábamos participaron de esa luz intensa que nos ilumina en nuestro corazón. Y que reconocemos que no es nuestra, que es de Otro, le indiqué. De lo que ella dedujo, sabiamente, que por eso, los que la abandonaban no caían en la cuenta de que habían renunciado a algo. Su rostro era más radiante que el de una mujer enamorada, sólo contemplarla contagiaba la alegría. De repente, con arrobo, acercando el Evangelio que tenía en sus manos a los labios, lo beso tiernamente mientras sentenciaba: cada vez que lo leo caigo en la cuenta de cuanto me queda por comprender.
De la misma manera que una pareja que se ama sabe que solo la eternidad es tiempo suficiente para encontrarse, ella sabía que solo la eternidad es suficiente para conocer a su esposo, Cristo. Sin duda, nunca había visto a nadie con esa alegría, con esa humilde placidez, con ese entusiamo. Ella, seguro, ya vive el Reino de Dios.
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