La alegoría de la meteorología de la JMJ - La vigilia de la Jornada Mundial de la Juventud
Providencial alegoría la que la naturaleza casual nos brindó en la celebración de la Vigilia de la JMJ en Cuatro Vientos. Primero, un calor de desierto, luego la tormenta, por último, la calma y el silencio. Pudo parecer al necio bufón que sus anhelos se habían cumplido; la naturaleza había bramado y callado al Papa y, sin embargo, el hombre sabio y creyente descubrió la bendición de Cristo.
Sí, fue calor de desierto el que sufrieron cerca de dos millones de jóvenes. Es el desierto el lugar donde todo lo necesitamos; donde el pueblo de Israel peregrinó en busca de la Tierra Prometida; donde Cristo venció las tentaciones; el símbolo del mundo donde trascurren nuestros días. Con ese calor, cinco jóvenes plantearon sus preguntas, sus dudas, sus desiertos; desde los temores de una alemana que se iba a bautizar hasta el sentido del dolor y el hambre que una keniata sufre en su tierra. Y, cuando el Papa iniciaba su homilía, el calor se transformó en tormenta. Así, del desierto donde se experimenta el silencio de Dios se pasó a la luz que ilumina el cielo oscuro y al trueno que resuena poderoso.
En la tormenta sufrieron nuestros antepasados el miedo de una naturaleza que les sobrepasaba y les hacía pequeños. Pero un día que se remonta a nuestro más profundo pasado, un hombre descubrió la idea más trascendente, descubrió la idea de Dios. Encontró un Otro que es luz y que nos habla. Descubrió un Otro que nos guía y nos escucha.
Por otro lado, la tormenta significa los contratiempos de la vida que nos hacen zozobrar: la duda, el dolor y la muerte. Así que, tras veinte minutos de lluvia, rayos y truenos, el hombre humilde y creyente no reanudó su discurso sino que simplemente dio “gracias por vuestra alegría y resistencia” y afirmó que “el Señor con la lluvia nos manda muchas bendiciones. También en esto sois un ejemplo”. Y es que la Palabra más importante iba a resonar como un luminoso y estruendoso grito en el más estremecedor de los silencios.
Un humilde círculo de pan bendecido, un sencillo pan obra de la mano del hombre, se expuso a los bendecidos y ellos lo contemplaron. Y donde el necio bufón no vería ni escucharía nada, donde solo la burla seca y árida pasaría por su mente, ellos vieron y escucharon a Cristo. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y el humilde pan fue Cristo y camino de eternidad. Y dos millones de silencios clamaron con un solo eco de vida, de amor, de trascendencia. La lagrima regó el rostro, el corazón latió y el cuerpo se estremeció y hasta el más necio, el más indiferente, el más amante de la Verdad que lo contempló, supo que el silencio hablaba, que un calor abrasador recorría cada alma, que una luz intensa mostraba el camino, que una atronador voz nos interpelaba y que sólo podíamos reconocer que Cristo estaba allí. Y que desde allí, al sur, al norte, al este y al oeste, a los cuatro vientos, habría más de dos millónes de jóvenes voces que le pondrían rostro, pies y manos. Laus Deo.
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