André Frossard : “Dios existe. Yo me lo encontré"

 (Extraída y resumida de http://caminocatolico.org)
André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años en 1935, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió 5 minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.
Podéis ver este breve video sobre él si pincháis aquí
(Extractos de su libro Dios existe. Yo me lo encontré)
André FrossardEramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacía más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…)
Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…) No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.
¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…
Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès…
Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión.

Encontré a Dios sin buscarlo

Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré…
Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.
Mi mirada pasa de la sombra a la luz, vuelve a la concurrencia sin traer ningún pensamiento, va de los fieles a las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar: luego, ignoro por qué, se fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. No el primero, ni el tercero, el segundo. Entonces se desencadena, bruscamente, la serie de prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que jamás he sido.
Antes que nada, me son sugeridas estas palabras: vida espiritual. No me son dichas, no las formo yo mismo, las escucho como si fuesen pronunciadas cerca de mí, en voz baja, por una persona que vería lo que yo no veo aún.
La última sílaba de este preludio murmurado, alcanza apenas en mí la orilla de lo consciente que comienza una avalancha al revés. No digo que el cielo se abre; no se abre, se eleva, se alza de pronto, fulguración silenciosa, de esta insospechada capilla en la que se encontraba milagrosamente incluido. ¿Cómo describir con estas palabras huidizas, que me niegan sus servicios y amenazan con interceptar mis pensamientos para depositarlos en el almacén de las quimeras?
El pintor a quien fuera dado entrever colores desconocidos, ¿con qué los pintaría? Es un cristal indestructible, de una transparencia infinita, de una luminosidad casi insostenible (un grado más me aniquilaría) y más bien azul; un mundo, un mundo distinto de un resplandor y de una densidad que despiden al nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos.

Una nueva familia, la Iglesia

… Su irrupción desplegada, plenaria, se acompaña de una alegría que no es sino la exultación del salvado, la alegría del náugrafo recogido a tiempo; con la diferencia, sin embargo, de que es en el momento en que soy izado hacia la salvación cuando tomo conciencia del lodo en que, sin saberlo, estaba hundido, y me pregunto, al verme aún con medio cuerpo atrapado por él, cómo he podido vivir allí, respirar allí.
Al mismo tiempo me ha sido dada una nueva familia, que es la Iglesia, que tiene a su cargo conducirme a donde haga falta que vaya; bien entendido que, a pesar de las apariencias, me queda alguna distancia que franquear y que no podría ser abolida más que por la inversión de la gravedad.
Todas estas sensaciones que me esfuerzo por traducir al lenguaje inadecuado de las ideas y de las imágenes son simultáneas, comprendidas unas en otras, y pasados los años no habré agotado el contenido. Todo está dominado por la presencia, más allá y a través de una inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podría escribir sin que me viniese el temor de herir su ternura, ante Quien tengo la dicha de ser un niño perdonado, que se despierta para saber que todo es regalo.
Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Una transformación instantánea y total

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.
No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…)

Alarma familiar

Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.
Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “gracia”, dijo, un efecto de la “gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.
Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.
Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella.
Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial. Murió en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el pasado siglo.
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¿CASUALIDAD? Añado por mi parte, que he encontrado casualmente esta historia este jueves de Corpus (la fiesta litúrgica se ha pasado recientemente al domingo, aunque en muchos lugares como Sevilla, Granada o Toledo, sigue siendo festivo el jueves). Frossard comentaba que, cuando tuvo esa experiencia, ignoraba que estaba frente al Santísimo Sacramento y añadía: “Una sola cosa me sorprende: la Eucaristía. No que me pareciese increíble, pero me sorprendía que la caridad divina hubiese emcontrado este método inaudito para comunicarse y, sobre todo, que para hacerlo hubiese elegido el pan que es el alimento del pobre y el preferido de los jóvenes”. Concluye con “Amor, para hablar de ti sería demasiado p0co la eternidad”

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